martes, 16 de septiembre de 2008

CUANDO LA RAZÓN PIERDE SU NOMBRE

La deseo. La deseo con fervor, con toda la pasión, con toda la fogosidad que es capaz de sentir un ser humano; con todo el cariño. Ella lo intuye, lo sabe y trata de que yo sepa que lo sabe; se contonea cuando pasa junto a mí; se inclina hacia mí para que vea el canalillo, la perfecta cesura entre sus senos, y sonríe. Mi corazón palpita acelerado, y sufre en silencio; me siento como un parvulito en su primer día de colegio, y no me atrevo ni tan siquiera a insinuarle mis sentimientos hacia ella. Pero ella, lo sabe…
Hoy, me ha dicho sin rodeos, sin recato: ¿te gustaría venir a un sitio donde podamos vernos a solas, donde no nos moleste nadie? Quiero calmar esa sed de amor que te está llevando al borde de la locura.
‒Sí, –le he contestado.
–Mi padre tiene un viejo apartamento, y está cerrado desde hace un mes, a la espera de decidir si lo restaura o lo vende. En este papel te he anotado la dirección. Toma las llaves de la entrada, y del apartamento, y me esperas allí; llegaré al anochecer. Cuando entres, cierra la puerta, y no abras a nadie; abriré con mis llaves.

El apartamento está en la primera planta. Acabo de entrar. El salón en penumbra, me da un poco de miedo; empieza a oscurecer y sólo entra por la ventana el débil resplandor de las escasas luces de la calle. He encendido una vela que he comprado por indicación de ella, porque la luz eléctrica está cortada. Ya me siento más tranquilo. La tenue luz de la vela, da un toque sensual al recinto que ilumina.
He puesto un CD en el aparato de música, y ha comenzado a sonar una melodía suave…
Me acerco a la ventana. Una de esas que cuesta de abrir por estar afectada por los estragos del tiempo, y su cristal opaco por la misma razón. Con gran esfuerzo, he logrado abrirla y sacar la cabeza a través de ella.
Y… allí viene. La veo cómo se acerca a la entrada del inmueble, y mi corazón se acelera.

Ya está aquí. Ha entrado y caminado hasta situarse ante mí. Vestida de negro. Negras sus medias, negros sus zapatos de tacón y negro también, el pañuelo que acaricia su esbelto cuello.
En silencio, mirándome a los ojos, con los suyos negros que me taladran con una pasión que me hace enloquecer. Yo, estoy inmóvil. Su perfume llena la estancia aromando el ambiente.
Por fin, venciendo mi timidez, la rodeo con mis brazos y la beso. Ella, ante mi indecisión, comienza a desnudarme. La chaqueta, la corbata, el cinto…yo tiemblo como un flan en las manos de un anciano. La camisa, los pantalones…poco deja para mí, mientras ella empieza a quitarse el pañolito del cuello que agita suavemente con la mano. Ya estoy completamente desnudo. Se me acerca hasta rozar mi cuerpo, y me pide que le quite la ropa, que la desnude.
Mis torpes manos no saben cómo empezar, y titubean al desabrochar los botones de su chaqueta. Pero poco a poco, voy cogiendo práctica y lo consigo. Sin esa prenda, se aprecia la prominencia de sus senos; unos senos tan duros que sus pezones perecen querer perforar la blusa; unos senos con los que he soñado tantas veces, y que ahora se muestran aunque arropados todavía, al alcance de mis manos. En este momento, mi timidez ha mutado en audaz decisión, y le quito, más bien arranco, el resto de su ropa, con tal rapidez, que ella se ha sorprendido.
Ahora, la estoy mirando detenidamente, y estoy fascinado. Es tan perfecta, que La Diosa Venus quedaría depreciada ante ella.
La abrazo, y veo que detrás, muy próxima, está la mesa. Una mesa de madera, grande, antigua pero robusta. Sin más preámbulos, la elevo con mis brazos, con el cuidado que requiere mujer tan maravillosa y la deposito encima. Mi excitación es tal, que yo mismo me sorprendo.
Comienzo un recorrido con mis manos y mi boca por todo su cuerpo a la par que ella corresponde con más ardor, si cabe. Estamos solos. Como nunca hemos estado. En silencio. Silencio interrumpido sólo por el tintinear de la lluvia que ha empezado a caer hace poco. Aquí está ella, tan hermosa como la había soñado. A mi merced. O yo a la de ella. Con las yemas de mis dedos recorro la silueta de su cuerpo, de extremo a extremo, por todas y cada una de sus partes. Acaricio su anatomía varias veces, para trazar un mapa mental y táctil, además del visual, que quede grabado en mi memoria, que nunca se me olvide. Voy recorriendo suavemente con mi lengua y mis labios todo su cuerpo, empezando por el interior de sus muslos hacia arriba. Introduzco mi lengua entre la espesura del vello de su pubis, acariciando su clítoris humedecido ya, y ella deja escapar un grito de placer.
Subo hasta morder con suavidad los duros pezones, el cuello, la boca, la lengua, y deslizo mis manos por su cuerpo, tembloroso y lascivo, y llego hasta el lugar propicio, entre los muslos y mojo mis dedos en su vulva que se abre como una fruta madura… la penetro, y en este momento creo que me voy a desmayar de placer. Nos besamos, nos tocamos, nos mordemos con suavidad, pero con ardor, como si fuera el final de nuestra existencia, como si presintiéramos el final del mundo. Es tal la compenetración, que somos dos seres fundidos en uno solo, en cuerpo y alma, en pleno éxtasis…

Eres más hombre de lo que aparentas. Con tus quince años recién cumplidos, has dado la talla para ser tu primera vez –me ha dicho Esperanza.

Esperanza es mi profesora, y hoy me está impartiendo una magistral lección práctica de sexología.

Seguiré aprendiendo, mientras el cuerpo aguante.

Fuera, en la calle, sigue lloviendo…